Maupassant y sus claroscuros

Guy de Maupassant fue un hombre al que le llegó tarde la fama y que sufrió, al inicio de su carrera, de la inseguridad que ahora conocemos como el síndrome del impostor, si bien fue apadrinado por dos personajes de la talla de Flaubert y Zola. Sin embargo, hay que reconocer su valentía al negarse, rotundamente, a abrazar el realismo y el naturalismo enarbolado por estos.

Diez años vivió —¡y bien!— Maupassant de su pluma. En este periodo publicó más de 300 cuentos y siete novelas, orientando su talento narrativo más hacia la psicología de sus personajes, estudiando las motivaciones del abandono, el odio de una burguesía hipócrita —de la que fue parte— hacia las mujeres y los bastardos, la locura de todas las pasiones pasajeras, la venganza de los inocentes y el impulso criminal atroz, antes de morir, loco, a causa de la sífilis que lo aquejaba desde sus juventudes en 1893.

En esta nutrida antología nos asomamos a cómo Maupassant entendía el género “fantástico”: esa narración perturbadora donde un elemento permanece oculto por el velo de lo desconocido. Hay cuentos terribles, que siguen siendo completamente vigentes, botón de muestra de la bajeza humana (El burro, Confesión, El borracho), otros que se decantan por una reflexión en torno a la justicia (Un parricida, El campo de olivos, Confesiones de una mujer) y aun aquellos que recogen la frivolidad de la IIIa República (Las tumbales, Un hijo, Misti). Naturalmente estos rasgos, como muchos otros al interior de su obra, no son ajenos entre sí y se entremezclan de manera fiel a lo que se esperaba de una buena narración en la época.

Hay que advertir, sin embargo, algunas cosas que podrían señalarse hoy en día como “deplorables” en la narrativa de Maupassant —entre otras su machismo que, a veces, es abierta misoginia—. Como Mauro Armiño señala en su prólogo —a cargo de él corrieron la selección, la traducción y las notas—, Maupassant, como cualquier otro autor o autora, es reflejo fiel del espíritu de su época, y si bien esto no justifica nunca dichos patrones de conducta en la actualidad, tampoco es un motivo para que lo cancelemos acríticamente. Hay que leerlo, sí; criticarlo, con mayor razón; pero asimilarlo en todo lo que tenía de genial en su habilidad como prosista, y superarlo, crítica y creativamente, en la posición que ocupa al interior del canon occidental.

Los claroscuros de Guy de Maupassant son otra muestra de un mal sistémico y estructural, condenable y reprobable sin cortapisas, pero capaz de producir obras geniales por su capacidad de atisbar los entresijos del alma humana.

[Imagen: Guy de Maupassant retratado por Félix Nadar en 1888]

Condenación de las estatuas

No importa de qué material sean

—barro cocido, terracota,

mármol,

               granito

                            o bronce—

ni la actitud

—grandilocuente o modesta,

sedente, erguida,

ecuestre,

                 oficiante,

                                  o bélica—

de la que guarden memoria:


Todas serán polvo del mismo elemento.


[Imagen: Gian Lorenzo Bernini, El Nilo (en la Fuente de los Cuatro Ríos, 1648-1651). Foto compartida bajo la licencia Creative Commons Genérica de Atribución/Compartir-Igual 2.0]

Este día

se posó en mis hombros como un buitre hambriento

olisqueando la carroña

batiendo el bochorno con sus alas gruesas

esparciendo el polvo del fastidio

su aliento pútrido en mi rostro

antes de susurrar bienaventuranzas a los agonizantes

acechando desde su percha                 por encima

del pastizal y los robles decrépitos

la llegada silenciosa de los niños

en búsqueda del agua —redentora, inapresable, fría—

deshilándose en algún sitio entre mis pies y el horizonte.

. . .

Y yo

sin poder detenerlo ni ahuyentarlo

esperé a que anocheciera

para no sentir más el peso de sus ojos ni su sombra.

Stendhal en México

En México es un secreto a voces que existen muchos más autores que lectores, y por esto a nadie sorprende que el poeta y dramaturgo Fernán González de Eslava dijera, desde esa madrugada de la historia nacional que fue el s. XVI, que en este país había “más poetas que estiércol”. Sin importar lo anterior —o precisamente a causa de ello— en nuestra literatura han brillado por su ausencia algunos paradigmas, en el sentido original de la palabra, sin que esto implique culparnos por nuestra incapacidad de nutrirnos con todas las tradiciones y corrientes que el mundo ofrece. Así, por ejemplo, nos enorgullecemos de nuestras destacadas figuras al interior de los manuales panhispánicos de literatura, pero que nadie lee, y muchos de nuestros intelectuales —ignoro todavía en qué momento lo invisten a uno con lo que está contenido en esta palabra— se llenan la boca hablando de los mismos autores de siempre, sin abandonar el tufillo rancio de la llamada “zona de confort”.

En este sentido me he manifestado públicamente en varios lugares sobre la ausencia de poetas que le digan cosas a la gente, o narradores que, lejos de querer subir la escalera gastada de la experimentación y el realismo mágico, posean el toque para contar historias. Salvo contadas (y honrosas) excepciones en ambos casos, la ausencia anterior podría explicarse por diversos motivos que poco vale la pena exponer aquí. Uno de estos, sin embargo, pasa por la homogeneización que los grandes emporios editoriales hacen de los manuscritos que reciben, o que están dispuestos a recibir, para ser considerados para su eventual publicación; mientras que otro, un poco más serio, se debe a que, dentro de esa precarización a la que fuimos arrastrando la cultura, los autores terminaron escribiendo para hacerse acreedor a una beca u obtener premios. Ya no se escribe para decir algo que resuene en el mayor número posible de personas, sino para agradar a la cofradía que, en su calidad de jurado y por una consabida unanimidad que no puede sino resultar sospechosa, fallará tal o cual certamen.

Lo anterior bien podría bastar para que sentenciemos: “los países tienen la literatura que merecen”, pero —yo al menos— me niego a aceptar silenciosamente que este sea el veredicto inapelable ante la realidad que me tocó vivir. Desde una u otra de las trincheras a mi disposición me inconformo, disiento, discuto y propongo salidas a esta situación apabullante que podría (y que tal vez eventualmente lo haga) sumirnos en el desamparo.

Es por eso que, periódicamente y para curarme en salud la depresión, vuelvo a esos autores que más arriba llamé paradigmas ausentes en nuestra tradición. Uno de ellos es Stendhal. Y antes de que alguien me objete diciendo que ahí tenemos a Manuel Payno y no sea malinchista, preguntémonos por qué El fistol del diablo —con su moralina disfrazada de novela— o Los bandidos de Río Frío —donde la prosa transpira, de pronto, el compromiso acartonado que constreñía a los autores de folletín— no son Rojo y negro o La cartuja de Parma. Para ponerlo en pocas palabras, sencillamente es porque a Stendhal le gustaba escribir y escribía de lo que le gustaba, independientemente de que esto se ajustara a cualquier plan concebido de antemano o no. Cuando uno lee sus obras, ¡y estamos hablando de mamotretos de más de 500 páginas!, uno tiene la impresión de contemplar nuevamente como un juego a la literatura. Sí, en sus obras hay críticas veladas al absolutismo de su época, sátiras inmisericordes contra las guerras en Europa, y romances libertinos y sugerentes que harían al Marqués de Sade o D. H. Lawrence alzar una ceja, pero vemos, sobre todo, la naturalidad con que el autor se entromete en la historia que cuenta para hablarle al lector. En esto resulta terriblemente actual, y casi podríamos creer que muchas de sus afirmaciones fueron escritas hoy:


No entraba en las costumbres de la condesa ese valor ridículo que se llama resignación, el valor de un tonto que se deja atrapar sin protesta.


La primera cualidad de un joven de hoy —es decir, acaso durante cincuenta años, mientras nos dure el miedo y no sea restablecida la religión— consiste en no ser inclinado al entusiasmo y en no tener talento.


La idea del privilegio había secado esa planta, siempre tan delicada, que se llama felicidad.


La ortografía no es el talento.


El miedo hace crueles a las personas.


Esta clase de gentes —se dijo— solo ven el poder a través de la insolencia.


De todos modos, hay que obedecer a la prudencia humana, que nos ordena intentarlo todo.


Me siento bastante inclinado a creer que el placer inmoral que produce en Italia la venganza se debe a la fuerza de imaginación de este pueblo; las gentes de otros países no perdonan; hablando exactamente, olvidan.


Un detalle puede dar idea del atractivo de sus entrevistas siempre a solas; la marquesa y sus hijas fueron a verlos dos veces, y les resultó grata la presencia de aquellas personas extrañas, pues, a pesar de los lazos de sangre, puede llamarse extraña a una persona que no sabe nada de nuestros más caros intereses y a la que no se ve más que una vez al año.


Resulta que el dinero es lo único real y lo único que sobrevive a la caída en desgracia.


Ignoro en efecto muchas cosas, y soy un pobre imbécil que me cuelo a cada dos por tres.


La lista sigue y amenazaría con volverse interminable si no fuera mejor recomendar siempre al primerizo la prudencia. Básteme con decir, a manera de colofón y para devolver mi entusiasmo al librero donde pertenece, que, como escritor, Stendhal se divertía. Sí, seguramente se carcajeaba ante su propio juego, imaginando cuáles serían las reacciones de su lector… Y aunque Leila Guerriero nos advierta más de una vez en su Zona de obras que esta profesión es áspera y doliente, la verdad es que la literatura en nuestro país necesita más autores que puedan reírse honestamente de sí mismos por (al menos) un centenar de páginas.

Para saber más:

[Todas las citas pertenecen a La Cartuja de Parma, trad. de Consuelo Berges, Alianza Editorial (2013)]

Cicatrices

No le deseo a nadie

uno solo de los días en que nos cruzamos con la muerte.

Esos en que su aliento agrio surge de pronto

como si alguien eructara a tu lado en el metro

o al doblar la esquina                                                  tropezaras

con el desagüe del rastro municipal.


Días donde un grito seco rompe el aire

para que el miedo te roce con sus alas

y entonces eres tú

solo tú y no otro

el que debe atravesar la realidad dejada a oscuras por el miedo

cargando entre tus brazos el silencio frágil de un cachorro

acechado a la distancia por un lobo hambriento y gris.


Porque sobrevivir es más difícil que respirar para una piedra

tal vez otros sucumban en silencio

o los paralice el desamparo

y griten

te griten fuerte que no tienes ni puta idea de qué hacer para sobrevivir

y salir ileso en la catástrofe

de la multitud enardecida

o el interior de este edificio en llamas

como cualquier otra volcadura en la carretera zigzagueante hacia el Infierno.


Pero tú solo sigues caminando

como un reloj de sol resurgiendo lentamente entre las sombras

los gritos

el humo

los escombros

ignorando tu mueca vacía

haciendo caso omiso a las heridas internas

los huesos rotos las excoriaciones

la piel abierta pidiendo a gritos un torniquete.

Incapaz de salvar a nadie más

o darte cuenta del momento en que soltaste a quien llevabas de la mano.

Aticama

Recuerdo de C. n.

Esa hembra que me esperó sigilosa

atestiguando la quietud

con que el horizonte erosionaba su playa en formación

y me sujetó con celeridad de vértigo

como si hubiera un puente colgante a mis pies

nuestro destino despeñarnos hasta el fondo

de su cañada en el humedal.


Me atravesó con su picadura quemante

inseminando el veneno del sofoco

para que nunca la olvidara

y pudiera decirle en lo más alto de mi angustia:

“De todas, tú fuiste la peor”.

Lo más perturbador

Lo encontramos a mitad de la calle

esparciendo su hedor

como una huella de oso,

rodeada de sangre y moscas,

amenazando a todo lo que se atravesara en su camino.

Al principio no supimos

si era un animal atropellado

o restos humanos dejados como otra apostilla a la violencia,

pero ese trozo de carne,

piel

y huesos

resultó lo más perturbador de nuestras vidas

hasta que nos percatamos

de que a nadie más que a nosotros le importaba,

y entonces decidimos creer

que debía tratarse de un pedido

que tiró por accidente el aprendiz del carnicero.

Paternidades

Reunidos al borde de la cancha

                                                          sudorosos

en uno de los pocos momentos vulnerables

que la masculinidad ofrece,

platicamos de aquellas cosas

                                                          insignificantes

que poblaron nuestra infancia

                                                          sin prestarles atención

porque, sencillamente,

                                                          a esa edad

uno cree que todas las cosas son para siempre.


Hablamos de algunos chocolates

bombones

                        paletas

chicles

                        papitas y refrescos;

en suma,

                        la comida chatarra

con que pagamos cara la inocencia

de nuestros padres:

                        frutos del bien,

pero sobre todo del mal,

cuyo dios televisivo

nos ordenaba comer a manos llenas.


Ahora

             diabéticos e hipertensos

añoramos el sabor

                                adictivo del pasado,

la intensidad explosiva del sodio,

el imperio inadvertido de los azúcares.

Aseguramos que nuestra niñez

                                                          fue increíble,

deliciosa,

                  pero no por eso menos tóxica

que sus ingredientes

o alguna de esas paternidades de las que

                                                                             orgullosos

vinimos a esta cancha a desentendernos.

Ruperta

A Mariana

Al final del pasillo nos aguarda Ruperta.

Apoltronada en sí misma,

                                                pesada,

la mirada perdida de los dioses de piedra;

resignada a que solo le hablemos

cuando puede ayudarnos o cuando tiene ese algo

que en ninguna otra parte conseguiríamos.

Tal vez por eso muchos la tratamos con recelo,

con la amabilidad dominguera de los padres ausentes

o el temor de quien rompe el silencio

en una lengua extranjera.


Siempre me han dicho que no tema.

Que me acerque hasta ella como si nada,

como encaraban la muerte los hombres de antes,

porque en la respiración silbante de Ruperta,

                                                                                      dicen,

se esconde el olfato maldito del brujeador

capaz de encontrar en el lodo la sangre del tigre.


Una vez satisfechos o cuando ya no queda más

que decirse, los suplicantes arrastramos nuestro silencio

hasta donde el polvo acaricia

los rastros de conveniencia,

                                                     las migajas de necesidad,

sin ver que Ruperta mira sus uñas y responde mensajes,

mientras ríe gozosa de no ahogarse en las ansias

de quienes lidiamos con ella y tomamos,

                                                                             todos los días,

este puto café.

Taxonomía

“Me basta con saber que un hombre es un ser humano —y esto es más que suficiente para mí— porque no podría ser peor.”
Mark Twain.

Después de husmear

en los gabinetes de curiosidades científicas,

en las salas frías de los museos de historia natural,

en los almanaques y documentales en línea

llegué a la conclusión

de que existe solo una fiera

deseosa de volver a la vida

los huesos roídos a campo abierto,

o la sangre del festín

todavía humeante en el pastizal,

para volver a devorarlos

                                                lentamente

sin piedad

           remordimiento

                      ni perdón.

Nosotros.

[Imagen: Carroña de J.G. Millais y J.S. Steel, (sin fecha), imagen cortesía de Perth & Kinross Council and Art, UK]