En México es un secreto a voces que existen muchos más autores que lectores, y por esto a nadie sorprende que el poeta y dramaturgo Fernán González de Eslava dijera, desde esa madrugada de la historia nacional que fue el s. XVI, que en este país había “más poetas que estiércol”. Sin importar lo anterior —o precisamente a causa de ello— en nuestra literatura han brillado por su ausencia algunos paradigmas, en el sentido original de la palabra, sin que esto implique culparnos por nuestra incapacidad de nutrirnos con todas las tradiciones y corrientes que el mundo ofrece. Así, por ejemplo, nos enorgullecemos de nuestras destacadas figuras al interior de los manuales panhispánicos de literatura, pero que nadie lee, y muchos de nuestros intelectuales —ignoro todavía en qué momento lo invisten a uno con lo que está contenido en esta palabra— se llenan la boca hablando de los mismos autores de siempre, sin abandonar el tufillo rancio de la llamada “zona de confort”.
En este sentido me he manifestado públicamente en varios lugares sobre la ausencia de poetas que le digan cosas a la gente, o narradores que, lejos de querer subir la escalera gastada de la experimentación y el realismo mágico, posean el toque para contar historias. Salvo contadas (y honrosas) excepciones en ambos casos, la ausencia anterior podría explicarse por diversos motivos que poco vale la pena exponer aquí. Uno de estos, sin embargo, pasa por la homogeneización que los grandes emporios editoriales hacen de los manuscritos que reciben, o que están dispuestos a recibir, para ser considerados para su eventual publicación; mientras que otro, un poco más serio, se debe a que, dentro de esa precarización a la que fuimos arrastrando la cultura, los autores terminaron escribiendo para hacerse acreedor a una beca u obtener premios. Ya no se escribe para decir algo que resuene en el mayor número posible de personas, sino para agradar a la cofradía que, en su calidad de jurado y por una consabida unanimidad que no puede sino resultar sospechosa, fallará tal o cual certamen.
Lo anterior bien podría bastar para que sentenciemos: “los países tienen la literatura que merecen”, pero —yo al menos— me niego a aceptar silenciosamente que este sea el veredicto inapelable ante la realidad que me tocó vivir. Desde una u otra de las trincheras a mi disposición me inconformo, disiento, discuto y propongo salidas a esta situación apabullante que podría (y que tal vez eventualmente lo haga) sumirnos en el desamparo.
Es por eso que, periódicamente y para curarme en salud la depresión, vuelvo a esos autores que más arriba llamé paradigmas ausentes en nuestra tradición. Uno de ellos es Stendhal. Y antes de que alguien me objete diciendo que ahí tenemos a Manuel Payno y no sea malinchista, preguntémonos por qué El fistol del diablo —con su moralina disfrazada de novela— o Los bandidos de Río Frío —donde la prosa transpira, de pronto, el compromiso acartonado que constreñía a los autores de folletín— no son Rojo y negro o La cartuja de Parma. Para ponerlo en pocas palabras, sencillamente es porque a Stendhal le gustaba escribir y escribía de lo que le gustaba, independientemente de que esto se ajustara a cualquier plan concebido de antemano o no. Cuando uno lee sus obras, ¡y estamos hablando de mamotretos de más de 500 páginas!, uno tiene la impresión de contemplar nuevamente como un juego a la literatura. Sí, en sus obras hay críticas veladas al absolutismo de su época, sátiras inmisericordes contra las guerras en Europa, y romances libertinos y sugerentes que harían al Marqués de Sade o D. H. Lawrence alzar una ceja, pero vemos, sobre todo, la naturalidad con que el autor se entromete en la historia que cuenta para hablarle al lector. En esto resulta terriblemente actual, y casi podríamos creer que muchas de sus afirmaciones fueron escritas hoy:
No entraba en las costumbres de la condesa ese valor ridículo que se llama resignación, el valor de un tonto que se deja atrapar sin protesta.
La primera cualidad de un joven de hoy —es decir, acaso durante cincuenta años, mientras nos dure el miedo y no sea restablecida la religión— consiste en no ser inclinado al entusiasmo y en no tener talento.
La idea del privilegio había secado esa planta, siempre tan delicada, que se llama felicidad.
La ortografía no es el talento.
El miedo hace crueles a las personas.
Esta clase de gentes —se dijo— solo ven el poder a través de la insolencia.
De todos modos, hay que obedecer a la prudencia humana, que nos ordena intentarlo todo.
Me siento bastante inclinado a creer que el placer inmoral que produce en Italia la venganza se debe a la fuerza de imaginación de este pueblo; las gentes de otros países no perdonan; hablando exactamente, olvidan.
Un detalle puede dar idea del atractivo de sus entrevistas siempre a solas; la marquesa y sus hijas fueron a verlos dos veces, y les resultó grata la presencia de aquellas personas extrañas, pues, a pesar de los lazos de sangre, puede llamarse extraña a una persona que no sabe nada de nuestros más caros intereses y a la que no se ve más que una vez al año.
Resulta que el dinero es lo único real y lo único que sobrevive a la caída en desgracia.
Ignoro en efecto muchas cosas, y soy un pobre imbécil que me cuelo a cada dos por tres.
La lista sigue y amenazaría con volverse interminable si no fuera mejor recomendar siempre al primerizo la prudencia. Básteme con decir, a manera de colofón y para devolver mi entusiasmo al librero donde pertenece, que, como escritor, Stendhal se divertía. Sí, seguramente se carcajeaba ante su propio juego, imaginando cuáles serían las reacciones de su lector… Y aunque Leila Guerriero nos advierta más de una vez en su Zona de obras que esta profesión es áspera y doliente, la verdad es que la literatura en nuestro país necesita más autores que puedan reírse honestamente de sí mismos por (al menos) un centenar de páginas.
Para saber más:
[Todas las citas pertenecen a La Cartuja de Parma, trad. de Consuelo Berges, Alianza Editorial (2013)]