se posó en mis hombros como un buitre hambriento
olisqueando la carroña
batiendo el bochorno con sus alas gruesas
esparciendo el polvo del fastidio
su aliento pútrido en mi rostro
antes de susurrar bienaventuranzas a los agonizantes
acechando desde su percha por encima
del pastizal y los robles decrépitos
la llegada silenciosa de los niños
en búsqueda del agua —redentora, inapresable, fría—
deshilándose en algún sitio entre mis pies y el horizonte.
. . .
Y yo
sin poder detenerlo ni ahuyentarlo
esperé a que anocheciera
para no sentir más el peso de sus ojos ni su sombra.