Cicatrices

No le deseo a nadie

uno solo de los días en que nos cruzamos con la muerte.

Esos en que su aliento agrio surge de pronto

como si alguien eructara a tu lado en el metro

o al doblar la esquina                                                  tropezaras

con el desagüe del rastro municipal.


Días donde un grito seco rompe el aire

para que el miedo te roce con sus alas

y entonces eres tú

solo tú y no otro

el que debe atravesar la realidad dejada a oscuras por el miedo

cargando entre tus brazos el silencio frágil de un cachorro

acechado a la distancia por un lobo hambriento y gris.


Porque sobrevivir es más difícil que respirar para una piedra

tal vez otros sucumban en silencio

o los paralice el desamparo

y griten

te griten fuerte que no tienes ni puta idea de qué hacer para sobrevivir

y salir ileso en la catástrofe

de la multitud enardecida

o el interior de este edificio en llamas

como cualquier otra volcadura en la carretera zigzagueante hacia el Infierno.


Pero tú solo sigues caminando

como un reloj de sol resurgiendo lentamente entre las sombras

los gritos

el humo

los escombros

ignorando tu mueca vacía

haciendo caso omiso a las heridas internas

los huesos rotos las excoriaciones

la piel abierta pidiendo a gritos un torniquete.

Incapaz de salvar a nadie más

o darte cuenta del momento en que soltaste a quien llevabas de la mano.

Aticama

Recuerdo de C. n.

Esa hembra que me esperó sigilosa

atestiguando la quietud

con que el horizonte erosionaba su playa en formación

y me sujetó con celeridad de vértigo

como si hubiera un puente colgante a mis pies

nuestro destino despeñarnos hasta el fondo

de su cañada en el humedal.


Me atravesó con su picadura quemante

inseminando el veneno del sofoco

para que nunca la olvidara

y pudiera decirle en lo más alto de mi angustia:

“De todas, tú fuiste la peor”.

Lo más perturbador

Lo encontramos a mitad de la calle

esparciendo su hedor

como una huella de oso,

rodeada de sangre y moscas,

amenazando a todo lo que se atravesara en su camino.

Al principio no supimos

si era un animal atropellado

o restos humanos dejados como otra apostilla a la violencia,

pero ese trozo de carne,

piel

y huesos

resultó lo más perturbador de nuestras vidas

hasta que nos percatamos

de que a nadie más que a nosotros le importaba,

y entonces decidimos creer

que debía tratarse de un pedido

que tiró por accidente el aprendiz del carnicero.

Paternidades

Reunidos al borde de la cancha

                                                          sudorosos

en uno de los pocos momentos vulnerables

que la masculinidad ofrece,

platicamos de aquellas cosas

                                                          insignificantes

que poblaron nuestra infancia

                                                          sin prestarles atención

porque, sencillamente,

                                                          a esa edad

uno cree que todas las cosas son para siempre.


Hablamos de algunos chocolates

bombones

                        paletas

chicles

                        papitas y refrescos;

en suma,

                        la comida chatarra

con que pagamos cara la inocencia

de nuestros padres:

                        frutos del bien,

pero sobre todo del mal,

cuyo dios televisivo

nos ordenaba comer a manos llenas.


Ahora

             diabéticos e hipertensos

añoramos el sabor

                                adictivo del pasado,

la intensidad explosiva del sodio,

el imperio inadvertido de los azúcares.

Aseguramos que nuestra niñez

                                                          fue increíble,

deliciosa,

                  pero no por eso menos tóxica

que sus ingredientes

o alguna de esas paternidades de las que

                                                                             orgullosos

vinimos a esta cancha a desentendernos.

Ruperta

A Mariana

Al final del pasillo nos aguarda Ruperta.

Apoltronada en sí misma,

                                                pesada,

la mirada perdida de los dioses de piedra;

resignada a que solo le hablemos

cuando puede ayudarnos o cuando tiene ese algo

que en ninguna otra parte conseguiríamos.

Tal vez por eso muchos la tratamos con recelo,

con la amabilidad dominguera de los padres ausentes

o el temor de quien rompe el silencio

en una lengua extranjera.


Siempre me han dicho que no tema.

Que me acerque hasta ella como si nada,

como encaraban la muerte los hombres de antes,

porque en la respiración silbante de Ruperta,

                                                                                      dicen,

se esconde el olfato maldito del brujeador

capaz de encontrar en el lodo la sangre del tigre.


Una vez satisfechos o cuando ya no queda más

que decirse, los suplicantes arrastramos nuestro silencio

hasta donde el polvo acaricia

los rastros de conveniencia,

                                                     las migajas de necesidad,

sin ver que Ruperta mira sus uñas y responde mensajes,

mientras ríe gozosa de no ahogarse en las ansias

de quienes lidiamos con ella y tomamos,

                                                                             todos los días,

este puto café.

Taxonomía

“Me basta con saber que un hombre es un ser humano —y esto es más que suficiente para mí— porque no podría ser peor.”
Mark Twain.

Después de husmear

en los gabinetes de curiosidades científicas,

en las salas frías de los museos de historia natural,

en los almanaques y documentales en línea

llegué a la conclusión

de que existe solo una fiera

deseosa de volver a la vida

los huesos roídos a campo abierto,

o la sangre del festín

todavía humeante en el pastizal,

para volver a devorarlos

                                                lentamente

sin piedad

           remordimiento

                      ni perdón.

Nosotros.

[Imagen: Carroña de J.G. Millais y J.S. Steel, (sin fecha), imagen cortesía de Perth & Kinross Council and Art, UK]

La carta

Hablo de una carta como excusa,
lo que justifica el sello del fracaso,
una pregunta por la irrealidad de las fronteras.
~Carlos J. Aldazábal, Pasaporte.

Alguien

El que sea

Por favor     dígale al cartero que estamos aquí

Que no hemos muerto

Aunque nos la pasemos barajando

Este mazo tosco de espejismos

Inventando nombres de animales

Para cuando termine este diluvio a cuentagotas

Poder caminar por espacios cada vez menos abiertos

Espacios que la propia aridez desprecia

Mirándonos a los ojos fijamente

Sin medir el bostezo cruel de nuestros párpados

Su larga exposición al delirio engendrado en el desierto

Presos de la calma estéril

De la erosión cegadora

Sin ninguna otra remembranza de altamar

Más que la carta

                              la dichosa carta que no llega

Cuyo oleaje imperceptible refluye por tus manos

Arremolina tus oídos     desordena tu memoria

Hasta esa línea oculta donde comienza la deriva.

[Imagen: Lossapardo, A la espera (2018). ©Lossapardo: https://lossapardo.com/ ]

El cuchillo

A Mariana.

La observo sin moverme por la ventana del patio.

El alero disimula mi sombra,

ahuyenta al sol que delataría mi contorno.


En su cocina mal iluminada

la veo preparar el desayuno,

cómo se inclina para sacar del refri

el café,

la margarina,

la mermelada,

la fruta recién picada la noche anterior.

La siento estirarse para alcanzar el pan

e imitar,

por un segundo,

alguna estatua griega que desconocemos.


Después toma un cuchillo, un tenedor,

tazas y platos para servir la fruta,

colar el café.

Unta con suavidad los panes

como si le devolviera las caricias al trigo.

Deja el cuchillo sobre un vaso

a la espera de que alguien pida más.


Se lleva todo a otro cuarto

e imagino que el amor,

la indiferencia,

la gratitud amarga de algún desvalido

viven como bestias de circo

rondando detrás de esas puertas.

Pero cuando apaga la luz

y estoy a punto de seguir mi camino

me doy cuenta:


todos hemos sido el cuchillo,

usados, sucios y dejados a oscuras,

esperando a que alguien más se fije en nosotros.


[Imagen: Edward Hopper, Sol en un cuarto vacío, 1963; colección privada]

La impunidad de los alfileres

dimensión de nubes, árboles quemados
~Víctor Sandoval

Se necesita una sola cifra

para sujetar

el aquí y ahora

que conduce nuestras vidas por su dispersión no lineal.

Y todo borracho sabe

que la torpeza sincopada de sus pasos

podría llevarlo

a cualquier parte del mundo.

Pero un relámpago,

un incendio,

o la caricia tosca de la muerte

            quebrantando tu aspiración a lo infinito

atraviesan el espacio y sus muchas dimensiones

            sin reparar siquiera en el vacío de las cosas.

            Alfiler impune que atraviesa el tiempo para ponerte en tu lugar.

[Imagen de Nelson José Rita en Pixabay]

La cuchara

Que no te engañen su perfección cromada
ni su concavidad fulgente;

en el fondo, la cuchara esconde el arrebato
que a veces nos ayuda a contener las lágrimas

furiosas como un puñado de espinas
agitando sus sílabas ansiosas por rasgarnos,

entonces la vemos resurgir con esa sutil indiferencia
de la bola de cristal ante sus augurios,

como un cuchillo sin filo
que alcanzamos a sujetar por la cola y someterlo

para que no se nos escape ni una gota
cuando llegue el día en que debas comerte tus palabras.

[Imagen: Joe Dunne, Naturaleza muerta con cuchara y cuchillo (2014) ©Royal Hibernian Academy. Imagen por cortesía del artista]