No le deseo a nadie
uno solo de los días en que nos cruzamos con la muerte.
Esos en que su aliento agrio surge de pronto
como si alguien eructara a tu lado en el metro
o al doblar la esquina tropezaras
con el desagüe del rastro municipal.
Días donde un grito seco rompe el aire
para que el miedo te roce con sus alas
y entonces eres tú
solo tú y no otro
el que debe atravesar la realidad dejada a oscuras por el miedo
cargando entre tus brazos el silencio frágil de un cachorro
acechado a la distancia por un lobo hambriento y gris.
Porque sobrevivir es más difícil que respirar para una piedra
tal vez otros sucumban en silencio
o los paralice el desamparo
y griten
te griten fuerte que no tienes ni puta idea de qué hacer para sobrevivir
y salir ileso en la catástrofe
de la multitud enardecida
o el interior de este edificio en llamas
como cualquier otra volcadura en la carretera zigzagueante hacia el Infierno.
Pero tú solo sigues caminando
como un reloj de sol resurgiendo lentamente entre las sombras
los gritos
el humo
los escombros
ignorando tu mueca vacía
haciendo caso omiso a las heridas internas
los huesos rotos las excoriaciones
la piel abierta pidiendo a gritos un torniquete.
Incapaz de salvar a nadie más
o darte cuenta del momento en que soltaste a quien llevabas de la mano.