En ese café —donde las tardes se estiran como un gato—
dos mujeres jóvenes platican, casi en un murmullo,
de todas las vicisitudes que les dejó la cuarentena.
Es fácil saber que tienen mucho tiempo sin verse.
Sus sombras tiemblan de emoción cuando se rozan
como si de algún placer reprimido se tratara.
Entonces son dos gotas de rocío sobre la hoja
de un arce que, cuando las siente caer como una sola,
experimenta un cosquilleo que endurece sus raíces.
La que viste de negro no cesa de hablar entre risas
de los amigos y amantes que la despojó la pandemia.
Es reticente en su uso del plural, como si temiera
conjurar un demonio o que la moral en persona
entrara por la puerta. Después de una pausa
para darle un sorbo al café y pasarse el silencio,
asegura que nada se compara a que te toquen,
te desvistan, o te la metan.
La otra, de jeans y chaqueta
gastada con solapas de terciopelo, rompe a llorar;
diciendo entre sollozos que los últimos meses
fueron lo peor de su vida, que su marido la golpea,
le roba su dinero y amenaza con correrla de la casa por golfa.
Pero que seguramente la culpa es del Mercurio retrógrado,
o que haya empezado el año del Buey en plena pandemia,
y que cuando el sol entre en Piscis a todos nos irá mejor.
[Imagen:H. Matisse, Dos figuras femeninas y un perro (1939); © Col. particular]