El chaquiste

Los manuales de zoología fantástica los ignoraron todo este tiempo, víctimas como eran del etnocentrismo común que ata y limita la imaginación de los hombres enfrascados en el ominoso deporte de diseñar máquinas de tortura y pena capital, concentradísimos en la sapiencia inútil de la heráldica, y volcados a la justificación imposible de la pureza de los linajes.

Ni el sabio cisterciense de la vuelta del s. XV, Michel d’Urtado, pudo concebir, antes de enfrascarse en la propedéutica indispensable para que las doncellas de las cortes europeas atraparan unicornios, el vértigo delirante de esos mínimos representantes de Lucifer conocidos como chaquistes.

Dráculas subtropicales, alfileres del Infierno, carrusel de los siete mil diablos, rápsodas silenciosos del escozor de azufre y de Behemot que gozan —al igual que los habitantes etéreos que desfilaban por los sueños de Swedenborg y del maestro Eckhart— de la naturaleza física del fotón que tanto entusiasma a los adeptos de Einstein, y al parecer están hechos con el mismo propósito escurridizo que animaba, hasta hace un par de años, a las ondas gravitacionales y a las partículas de Higgs (porque Dios nada tenía que ver con todo esto).

Sin embargo su modus vivendi es vulgar y no se aparta del del resto de los hematófagos: seguramente el lector, ya como víctima, ya como victimario, no es ajeno a tales procedimientos y esto justifica que se obvien aquí; pero a diferencia de esto, el chaquiste se jacta de volar como el humo producido por la hoguera donde arden las pesadillas. Es elusivo como un retruécano e hiriente como algunos juegos de palabras (si bien estas no siempre comparten su color verde).

Así el chaquiste va como el mosquito, pero como los puntos de Euclides no tiene partes: tal vez por ello los primeros que intuyeron su existencia fueron los graves doctores en Teología que expiaban, en las esteras y jergones de las casas de postas, su amor por llevar el conocimiento de su fe y las letras al Nuevo Mundo. Entre pulgas, chinches, tronos, y dominaciones no debería sorprendernos que pudieran fraguarse semejantes creaturas del Demonio.

[A 9 de septiembre de 2020.]
[Imagen: William Blake, detalle central de la placa 11 de las Ilustraciones para el Libro de Job, 1826; D. P. ]

Imágenes / Mares del Sur

A Mariana Gutiérrez Velázquez.
A Juan Cervantes Pasqualli.

Una anémona (Macrodactyla doreensis) se mece
en el abrazo tibio de las aguas tropicales /
salpicada de arena fina como escarcha
sumergida en el silencio tornasolado
del arrecife / una palma (Adonidia merrillii)
imita su cadencia en la espesura neblinosa
e inabarcable del Tiempo / ese Océano
en el que parvadas de nubes juguetean
abrasadas con sus sombras en alta mar /
que persistentemente nos consume / nos
lustra en la belleza inconsciente de su
oleaje / desgastándonos sin apercibirse
de nosotros / cnidarios o arecáceas
arrastrados en la marea muerta
que deslava sin fin los horizontes /
donde todas las palabras buscan / tal
vez sin proponérselo / sedimentarse
como nosotros en la otredad de una playa en formación.

[A 23 de febrero de 2020]
[Imagen: Henri Matisse, Souvenir d’Océanie, ca. 1953; Colección privada]

Uno de García Lorca para llegar a Guillén.

Federico [García Lorca] estuvo en La Habana, Cuba, desde el 7 de marzo hasta el 12 de junio de 1930. Estaba emplazado por la Sociedad Hispanocubana de Cultura a dictar una serie de conferencias —muchas de las cuales eran refritos y revisiones de otras dadas en distintas ciudades y ocasiones—: «La mecánica de la poesía» dictada el 9 de marzo, «Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Un poeta gongorino del siglo XVII» el 12; el 16 y el 19 del mismo mes «Canciones de cuna española» e «Imagen poética de Luis de Góngora», respectivamente. Finalmente el 6 de abril, cerró con «La arquitectura del cante jondo».


lorca

El gran Federico García Lorca.

Federico fue invitado a dictar algunas de estas mismas conferencias en Santiago y Cienfuegos. Su presencia, como atestiguan varias fuentes, dejó una impronta profunda en la comunidad intelectual de la isla. Guillermo Cabrera Infante asegura que  “[l]a breve visita de Lorca fue un huracán que venía no del Caribe sino de Granada” y podemos encontrar ecos de ella —según el mismo Cabrera Infante— en poetas tales como Regino Pedroso, Ramón Girau, Emilio Ballagas y José Zacarías Tallet; sin embargo, nadie incorporaría símbolos y referencias al imaginario lorquiano como el mulato Nicolás Guillén.

guillen

Pablo Neruda y Nicolás Guillén.

La influencia del poeta de Fuente Vaqueros en la obra de Nicolás Guillén se siente particularmente en su poemario de 1930 “Motivos de son”. En esta, Guillén trató de hermanar el son y el romance, lo africano y lo español, al interior del vigoroso carácter lírico del pueblo cubano.

Federico en cambio solo dejó un poema en el que pueden detectarse referencias explícitas a su paso por Cuba: el “Son de negros en Cuba”, consignado dentro de Poeta en Nueva York, en el apartado X. El poeta llega a La Habana, dedicado a Fernando Ortiz Fernández, director de la citada Sociedad Hispanocubana de Cultura por aquellos tiempos.

Son de negros en Cuba.

Cuando llegue la luna llena, iré a Santiago de Cuba,
iré a Santiago,
en un coche de agua negra.
Iré a Santiago.
Cantarán los techos de palmera.
Iré a Santiago.
Cuando la palma quiere ser cigüeña,
iré a Santiago.
Y cuando quiere ser medusa el plátano,
iré a Santiago.
Iré a Santiago
con la rubia cabeza de Fonseca.
Iré a Santiago.
Y con la rosa de Romeo y Julieta
iré a Santiago.
Mar de papel y plata de monedas.
Iré a Santiago.
¡Oh Cuba! ¡Oh ritmo de semillas secas!
Iré a Santiago.
¡Oh cintura caliente y gota de madera!
Iré a Santiago.
Arpa de troncos vivos, caimán, flor de tabaco.
Iré a Santiago.
Siempre he dicho que yo iría a Santiago
en un coche de agua negra.
Iré a Santiago.
Brisa y alcohol en las ruedas,
iré a Santiago.
Mi coral en la tiniebla,
iré a Santiago.
El mar ahogado en la arena,
iré a Santiago,
calor blanco, fruta muerta,
iré a Santiago.
¡Oh bovino frescor de cañaveras!
¡Oh Cuba! ¡Oh curva de suspiro y barro!
Iré a Santiago.

[Federico García Lorca, Poeta en Nueva York, 3a. edición, Lumen, Barcelona, 1998.]

 

¿Cómo ponderar ahora la influencia de Federico en la obra de Guillén, si Motivos de son es un homenaje brevísimo al habla cubana! Naturalmente, como afirmamos más arriba, el romance (con todo lo que había hecho de él en el Romancero gitano (1928) el propio García Lorca) va a conocer una sonoridad y una flexibilidad plástica nunca antes leída.

5. Hay que tené boluntá.

Mira si tú me conose,
que ya no tengo que hablá:
cuando pongo un ojo así,
e que no hay na;
pero si lo pongo así,
tampoco hay na.

Empeña la plancha elétrica,
pa podé sacá mi flú;
buca un reá,
buca un reá,
cómprate un paquete vela
poqque a la noche no hay lu.

¡Hay tené boluntá,
que la salasión no e
pa toa la vida!

Camina, negra, y, no yore,
be p’ayá:
camina, y no yore, negra,
ben p’acá:
camina, negra, camina,
¡que hay que tené boluntá!

[Nicolás Guillén, Motivos de son en Sus mejores poemas, 1er. Festival del Libro Cubano.]
[Imagen: Nelson Villalobos, Afrocubana #23, acrílico sobre diversos soportes, 1987-2014.]

Guillén le da voz a un camagüeyano.

EL DÍA COMIENZA BORRANDO sus huellas de animal aletargado, diciendo sandeces en un idioma ininteligible, oliendo a saliva seca y a sudor. ¿Cómo sacar algo bello del fondo de este lupanar, en el que amanecemos prendidos de sus carnes en renta como si hubiésemos dejado nuestros otros yoes en un motín sanguinario de fantasmas?

Bajo a la calle y busco el eco de tu risa lejana en mis manos que olvidaron la escritura. Es agosto y el aliento de lumbre del verano dormita en una pila de carbón que ya nadie ocupa: ¿acaso la vida se nos ha vuelto ese rescoldo, incapaz de consumirse por completo, que se extiende nublando los días y las noches (y los ojos que miran a los días y las noches) de ceniza?

Rendiré la jornada para embolsarme algunos pesos, seguro de que no le quité nada a nadie y que compartí la miseria generosa del que casi nada tiene; pero llegaré a casa ebrio de fastidio, fundido, arrastrando el humo de mi último cigarrillo y condenado a la muerte en cámara lenta por una sociedad acrítica que me desmenuza y me interroga: Yo soy la piedra en el zapato de su comodidad indiferente y la mirada sin párpados donde no puede posarse displicencia alguna.

Entonces te veré ahí, negra, con ese capullo de algodón tiznado prendido de tu seno… Y solo en ese instante toda la vida cobrará sentido.

[Imagen: Ghislaine Philaut-Sánchez, L’enfant et la tortue, 2013.]

La lluvia

Temo hablar de la lluvia:

no existe prosodia
que no la caricaturice.

Como el fuego
es una fuerza antigua
que crepita algún lenguaje
antediluviano.

Como el fuego
blande ante nosotros
la síntesis dialéctica
que consume
y purifica,

pero las cenizas
que sepultan su rescoldo
son elusivas
—no son objeto de la experiencia

y por eso
su golpeteo nos produce
un estertor profundo,
recóndito,
insumiso,
que nos quema.

Por eso, Simone,
déjame abrasarte en la lluvia.

[París, 22 de junio de 2016.]

Daiquirís y Hemingway en Cuba: combinación ganadora.

Hasta la última vez que estuve en La Habana, en 2009, uno de los lugares de peregrinaje obligado para mis pulgas bibliófilas fue el Floridita, en la calle de Obispo.

El_Floridita

El Floridita (Foto: Miss Bono [zootalk])

Naturalmente éste está asociado con el nombre de uno de los grandes hijos adoptivos de la capital cubana: Ernest «Papa» Hemingway, quien durante los inviernos de 1932 a 1939 no solo ostentó la habitación 511 en el Hotel Ambos Mundos (también en la calle Obispo) sino que iba religiosamente a este bar, con «Mary» Martha Gellhorn —una corresponsal de guerra lo suficientemente bragada como para tolerar a Hemingway, de manera intermitente, de 1936 a diciembre de 1940 y ya casados desde entonces y hasta 1945— y cuantos invitados distinguidos atravesaran por la isla.


Hasta antes de 2003, uno evocaba al autor de «Por quien doblan las campanas» con un busto de bronce que se encontraba al final de la barra, el cual hacía juego con una serie de fotografías y el banco que, según la tradición, ocupaba aquél cuando iba por su daiquirí.

Statue_of_Hemingway_at_Floridita

Hemingway por José Villa Salmerón (Foto por: N/D — commonswiki)

Si bien es cierto que el busto se colocó desde 1954 (año en que ganó el Nobel) y que los pescadores cojímeros —fue en las inmediaciones de Cojímar donde Hemingway se abrevó de la mayoría de los elementos presentes en «El viejo y el mar»— donaron muchas de las propelas de sus embarcaciones para obtener la materia prima para vaciar la escultura, hasta el día de hoy nadie ha sabido darme razón de quién fue el artífice de ésta. Posteriormente se instaló una mole de tamaño natural y 300 kg manufacturada por José Villa Soberón.

Digresión etílica: El daiquirí tradicional se prepara de manera muy simple. Consiste en pasar por la coctelera 1.5 onzas de ron blanco, el jugo de medio limón (algunos prefieren lima) y una cucharada de azúcar. Según la Asociación Internacional de Cantineros (IBA) el resultado debe servirse en una martinera helada; pero de buena fuente sé que el tradicional se servía en un vaso jaibolero —y sí, cuando no se había inventado la coctelera, todo se mezclaba directamente en éste que, además, iba atiborrado de hielos—.
El cóctel con que Constantino Ribalaigua Vert «Constante» (tender y posterior propietario del Floridita) obsequió a Hemingway fue exactamente como el anterior; sin embargo se dice que éste respondió que lo prefería prácticamente sin azúcar y con el doble de ron: así nació el Papa doble que, la verdad sea dicha, no es más que un sour de ron. Posteriormente Antonio Meilán ascendió a cantinero principal y modificó la receta añadiéndole jugo de toronja y unas gotas de licor de cereza, haciendo el mejunje que se sirve en la actualidad.

Se cuenta que el Viejo se tomó 16 Papa dobles en una sola —¡e histórica!— sentada.


La página recordada de hoy consiste de dos párrafos de A Farewell to Arms (sí, arm significa «arma», pero también «brazo» y, dado el conflicto narrativo de esta novela, prefiero dejar la anfibiología intraducible en el idioma original). La primera viene del capítulo 6 y refiere el apremio con el que Frederic Henry (Hemingway) quiere seducir a la enfermera británica Catherine Barkley:

«[…]La volteé de modo que pudiese ver su cara al besarla y vi que sus ojos estaban cerrados. Besé cada uno de sus ojos cerrados. Pensé que probablemente estaba un poco loca. Estaba bien si era así. No me importaba en qué me estaba metiendo. Esto era mejor que ir cada tarde a la casa para oficiales, donde las chicas se subían en ti y volteaban tu gorra como signo de afecto entre sus viajes escaleras arriba con oficiales hermanos. Sabía que no amaba a Catherine Barkley ni tenía intención alguna de amarla. Esto era un juego, como el bridge, en el cual decías cosas en vez de jugar cartas. Como el bridge tenías que fingir que estabas jugando por dinero o por alguna apuesta. Nadie había mencionado cuál era ésta, lo cual por mí estaba bien.» (p. 29 de la edición de Arrow Books, 1994).

La siguiente página viene del capítulo 11, es el diálogo entre Frederic Henry y el capellán, originario de Abruzzi, que llega a visitarlo a la enfermería.

«Me miró y sonrió.

‘Entiendes, pero no amas a Dios.’

‘No.’

‘¿No Lo amas del todo?’ Preguntó.

‘Algunas veces Le temo durante la noche.’

‘Deberías amarlo.’

‘No amo mucho.’

‘Sí,’ dijo. ‘Lo haces. Aquello sobre lo que me cuentas durante las veladas. Eso no es amor. Es solo pasión y lujuria. Cuando amas deseas llevarle cosas a cabo. Deseas sacrificarte. Deseas servirle.’

‘Yo no amo.’

‘Lo harás. Sé que lo harás. Entonces serás feliz.’

‘Soy feliz. Siempre lo he sido.’

‘Es otra cosa. No puedes saberlo a menos que lo hayas vivido.’

‘Bueno,’ dije. ‘Si alguna vez lo hago se lo diré.’

‘He permanecido mucho tiempo aquí y he hablado demasiado.’ Le preocupaba que realmente fuese así.

‘No, no se vaya. ¿Qué hay de amar mujeres? Si en verdad amara a una mujer ¿sería parecido?’

‘No lo sé. Nunca he amado a una mujer.’» (p. 66).

Es justamente el contraste entre estas páginas el que el lector debe tener presente durante toda la novela.

 

Un texto de Beda el Venerable.

Es una mañana húmeda propia del noreste de Inglaterra. Una lluvia muy fina, acentuada por súbitas ráfagas de viento del norte, me golpea en el rostro e impide que saque con confianza el pequeño mapa plegable que tomé en la parada del bus o que insista en llevar mis lentes secos para una mejor visión de los alrededores. Lo único que me queda es caminar, caminar y seguir caminando a lo largo de estas veredas vacías que flanquean el que, a mi parecer, es el único camino que atraviesa el pueblo y que, si todo sale bien, han de conducirme a mi destino cerca de la costa.


He pasado el único hotel con restaurante en servicio que aparecía mencionado en el resumen de la escasa infraestructura turística del lugar. Paré a tomarme un té —¡naturalmente!— y desayunar huevos de pato, tocino, puré de papas y  una dotación abundante de scones. Mi acento despierta rápidamente suspicacias y la dependienta me pregunta, sabiendo de antemano mi respuesta, si estoy allí por la sola atracción responsable de los pocos turistas que perturban la de otro modo monolítica e indiferente tranquilidad de este pueblo que no tiene más de 400 habitantes; sin embargo, su sorpresa es mayor cuando se entera que provengo de México, que en mi mochila de lona solo cargo calcetines, un pase de tren y tres libros: la edición Oxford de los Poetical Works de Milton y la Historia Brittonum, que compré en una librería de segunda mano en Charing Cross, así como la Nueva antología personal de J. L. Borges de s. XXI Editores. Cuando empezamos a platicar sobre la historia local —que parece remontarse a los siglos IV-V de nuestra era y de la que, mañosamente, había leído esa mañana en el tren en el texto atribuido a Nennio—, la mujer agradece mi interés y el que no sea yo uno más de esos turistas que no tienen ni idea de lo que pasó allí y que solo contemplan un montón de rocas o las dunas. Sinceramente espero que, al igual que mi padre, no haya vivido lo suficiente como para asistir al advenimiento de las selfies y el Snapchat.

Cuando salgo e intento retomar mi camino (no estoy ni a un kilómetro de mi destino) hace más viento y está lloviendo. No cae a cántaros, pero las gotas gruesas indican que ha dejado de ser una llovizna —it ain’t pouring, but it ain’t drizzling either—. Maldigo mi proclividad a charlar con los locales y recorro, penosamente, la aproximadamente media milla que me queda por delante, refrendando el hecho de que cuando desconocemos el camino que nos falta por hacer, nuestra percepción del tiempo y la distancia se ralentiza significativamente.

Finalmente consigo llegar: estoy en el castillo de Bamburgh, en Norþanhymbra. He llegado hasta aquí, no recuerdo si vía Durham o York, desde Londres y empujado por un solo verso:

«[P]or el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria,»

del Otro poema de los dones. Pasaré  todo el día recorriendo el castillo, la bajamar cercana, la iglesia de San Aidan y el monumento a Grace Darling que pueden ver los barcos desde el mar. Los ecos ásperos del nortumbrio resonarán con el viento marino en lo alto del día. Es la Canción de la Muerte de Beda:

Fore thaem neidfaerae || naenig uuiurthit
thoncsnotturra, || than him tharf sie
to ymbhycggannae || aer his hiniongae
huaet his gastae || godaes aeththa yflaes
aefter deothdaege || doemid uueorthae.

(Cómo suena esto en nortumbrio puede oírse aquí).

Que Brice Stratford traduce, hemistiquio a hemistiquio, como sigue:

‘Fore the enforced-walk || none comes to be
wise to malice || more than him that must
with mindfulness think back, || before his going hence,
on what his breath’s || bad, good, right or evil,
after death-day’s ending, || on judgement comes to be.

Tal y como comenta en su blog, enriqueciendo la lectura del texto que hoy nos ocupa con más aproximaciones, el poema es más sobre el miedo a la transición que sobre el miedo a la muerte, lo cual no deja de ser debatible aun proviniendo de un monje agonizante en el año 735.

Antes de la jornada inevitable || nadie será
más sagaz en la malicia || que aquel que debe
con plena conciencia rememorar, || por ende antes de su partida,
qué de su aliento || malo, bueno, correcto o perverso,
después de rendido el día de la muerte, || en el juicio será.

(Otra aproximación de este texto puede hallarse a medio camino aquí).